miércoles, 22 de octubre de 2008

Los Trenes

- “Vamos a por el Don Mickey, papi. Venga, vamos a la estación”.
- “Pero hija, si es muy tarde, si no estoy vestido”
- “Venga papá, vamos a la estación, vamos a ver los trenes”.
- “Bueno, vale, venga, nos vamos”. “Concha, me llevo a la niña a la estación a comprar el tebeo. Ahora volvemos”

Así eran las tardes, algunas tardes de domingo en mi casa, cuando no había partido por la tele y no estábamos en la sierra: ir a la estación a ver los trenes y a comprar el tebeo, el Don Mickey que salía todas las semanas, y sobre todo, a dar una vuelta con mi padre, “a ver los trenes”.

Atocha en la década de los 80

La estación era y sigue siendo la de Atocha, pero los trenes estaban dentro de la gran bóveda, no como ahora que solo hay plantas, y olía a gasoil y a andén antiguo, a cuero de maletas, a silbidos de las máquinas y a la goma de las juntas del TALGO. Era el olor que todos los días de mi infancia invadía el patio del colegio, eran los sonidos amortiguados de la comba, la goma, el rescate, el látigo o el escondite.

El colegio está al lado de Atocha y nosotros nos sabíamos los destinos de las orugas de hierro y cristal, porque el altavoz se metía en clase de matemáticas o de lengua y yo me dejaba llevar por la imaginación, pensando que iba en ese tren y, a la vez, sabiendo que el domingo, si no nos íbamos al camping, iría con mi papá al kiosco que estaba al lado de la oficina del jefe de la estación, al lado del estanco, a por el tebeo y a llegar hasta el final de los andenes, que terminaban justo donde ahora empieza ahora la estación del AVE.

Colegio Menéndez y Pelayo, en la calle Méndez Álvaro, junto a la estación.

Si hacía bueno y era pronto, el sol se colaba por la gran vidriera coloreada que tenía un dibujo de la propia estación y viajeros, ventanal que desapareció tras las obras de remodelación (yo prefiero decir destrucción de mi lugar favorito de la infancia) de ese señor, R. M. o R. Mamoneo, al que algunos llaman arquitecto y que para mi siempre será el que dinamitó la estructura de un edificio y lo enterró tras un muro, de manera que ya ni el reloj se ve desde la plaza, reloj que tampoco es ya que el que había entonces, reloj que ya no reluce como un faro en el caos de la Glorieta de Carlos V, porque ahora hay una torre de ladrillos que no se ve desde ningún lado y que, además, nunca va en punto.

- “Papá, vamos a ver salir al TALGO”
- “Pero no vamos hasta el final, vale, solo hasta la maquina”

Eso nunca pasaba, siempre llegábamos hasta el final del andén, siempre hasta que la vista se perdía mirando a Méndez Álvaro, donde no había nada, nada más que los depósitos del agua y las chabolas de los gitanos, mirando las traviesas y las vías que se perdían a lo lejos, camino de Entrevías. Y nos gustaba ver salir los trenes y reírnos con los silbatos de las máquinas, y ver el sube y baja, unos que se marchaban, otros que llegaban a Madrid, gran hormiguero de metal y cristal en el corazón de la ciudad, de mi ciudad.

Hasta que no empezaron las obras de Atocha y el sonido de los trenes desapareció para siempre de mi vida, y los olores a estación antigua se evaporaron como la niebla, no fui consciente de lo mucho que el ir y venir de las locomotoras había marcado mi vida, no entendí que había perdido algo que ya nunca sería igual, no comprendí que ya nunca podría entrar en un anden de largo recorrido a ver como se marchaba el tren y esa realidad entró en mi vida nada más dejar el colegio, cuando empecé el instituto, que también está al lado de la estación, y la cúpula desapareció entre los andamios y las obras del túnel, cuando Atocha fue sepultada y ocultada de la vista de la gente por una estúpida pasarela y la vidriera se esfumó, cuando las vías y la oficina del jefe de estación fueron sustituidas por un jardín y una plataforma donde ahora se levanta un inútil complejo de escaparates vacíos y un restaurante inmensamente caro, y unas cintas mecánicas y ningún asiento para esperar al viajero.

De mi estación de Atocha, la de mi infancia, no queda nada, ya no se ven las vías desde el colegio, hay un muro que rompe la estética del edificio y una cinta de asfalto desde el aparcamiento hasta la parte de abajo impiden que Atocha luzca como lo que era, un precioso edificio del siglo XIX, una obra de ingeniería de un país que empezaba, tarde y mal, su entrada en la modernidad. Ahora es fea, donde antes había arcos de metal ahora solo hay líneas rectas, sólo hay dinteles, no se ven la estructura de bóveda desde fuera, y ya no hay kiosco ni hay Don Mickey ni huele a gasoil ni puedo ir hasta el final del andén. Donde antes había luz y colores del ventanal ahora hay una estructura que no deja pasar la luz y donde no puedes entrar a no ser que lleves billete.

- “Vamos a por el Don Mickey, papi. Venga, vamos a la estación”.
- “Pero hija, si es muy tarde, si no estoy vestido”
- “Venga papá, vamos a la estación, vamos a ver los trenes”.
- “Bueno, vale, venga, nos vamos”. “Concha, me llevo a la niña a la estación a comprar el tebeo. Ahora volvemos”

No llevábamos billete, sólo 50 pesetas para el cómic, pero así eran mis tardes de domingo en Atocha con los trenes, con mi padre, viendo a la gente bajar y subir, yendo y llegando, viajando y soñando.